En el concejo de Okariz (Araba) nunca se ha dejado de vivir el carnaval. Una fiesta rural que aún pervive gracias a la participación de los 30 habitantes de este pueblo del municipio de Donemiliaga-San Millán. La cita es a las 17H en la fuente del concejo de Okariz. Poco a poco llegan personajes curiosos, irreverentes, fantasiosos, tradicionales de diferentes puntos del pueblo, pero con un punto en común nadie les pone cara son irreconocibles hasta que termina la ronda pidiendo por las casas del pueblo. Así arranca el carnaval más histórico del territorio porque de forma ininterrumpida se ha celebrado todos los años hasta en los tiempos de la Guerra Civil y el periodo del Franquismo. Un carnaval rural en el que los mozos vestidos de porreros ya no asustan a sus vecinos a la salida de la misa. Pero es una tarde de Domingo de Carnaval en la que se juega con la identidad, las bromas y chanzas por el camino y un final ante el Centro Social en el que todos ponen cara a sus vecinos y vecinas.
El pueblo de Okariz está situado en la Llanada oriental de Alava, al sur de la Sierra de Entzia y a unos pocos kilómetros de la Villa de Agurain. Esta pequeña aldea ha sabido conservar a pesar de las prohibiciones y del paso del tiempo una serie de tradiciones y costumbres ancestrales como el “erre que erre” el último día del año, la fiesta del carnaval, una auténtica joya de la etnografía alavesa, con sus personajes y sus ritos, el carnaval rural. Aunque en los últimos tiempos dicha fiesta se quedó reducida al sábado de carnaval y domingo, con la cuestación de los personajes disfrazados por las casas del pueblo, en la actualidad sólo se celebra la tarde del domingo. Pero hasta hace unos años, incluso en los tiempos del franquismo, Okariz siguió saliendo a la calle con su disfraces a pesar de las prohibiciones, tal y como lo recogió J. Garmendia Larrañaga en su trabajo sobre el carnaval de Alava contado por Aquilino Martínez de Maturana de 65 años y Julián Pérez de Arrilucea de 67 en el año 1970. La fiesta comenzaba el Jueves de Lardero, los pequeños pedían por el pueblo engominados y algunos con sombreros. El mayor de ellos hacía de bolsero. Uno de los niños representaba a un obispo, vestía de monaguillo y llevaba una mitra. Al llegar a cada casa saludaban con el siguiente canto: “Jueves de Lardero, Viernes de la Cruz Sábado de Pascua Resucitó Jesús. Angelitos somos Del cielo venimos A ver si nos dan choricitos y huevos Si nos dan O no nos dan Las gallinitas pagarán. A continuación intervenía el obispo con el rezo del Padrenuestro de despedida para seguir de casa en casa, se recogían viandas y dinero para la merienda de la chiquillería. Este jueves postulaba asimismo el pastor de la aldea. Además de lo que le daban a petición infantil, rara era la familia que dejaba de entregar una ración de alubias al aludido ganadero. Sábado de Carnaval El sábado por la noche sacrificaban una oveja en la casa del “mozo mayor”, centro de reunión de la juventud del pueblo, y la dueña de la casa preparaba las morcillas para la cena. Seguidamente cenaban los mozos con el vino traído de Agurain. Domingo de Carnaval El domingo de Carnaval, los jóvenes varones se reunían al café y a continuación una vez que concluía la función religiosa era cuando se disfrazaban todos los mozos, algunos salían disfrazados de “porreros” con pieles de cabra y de cordero, llevaban colgadas cencerrillas (cintas anchas de cuero con cencerros) y la cara se cubrían con caretas de cartón. Estos “porreros” se dedicaban a molestar a las mozas y a perseguir y asustar a los niños, las mozas y los niños se refugiaban en el pórtico del templo parroquial, que era el único lugar donde los “porreros” no podían entrar, dado que estaba prohibido a los jóvenes disfrazado. Al atardecer los mozos se desenmascaraban e iniciaban la postulación justo a la puesta del sol. Comenzaban la ronda acompañados por una o dos guitarras, y al hacer un alto cantaban: “A esta puerta hemos llegado, domingo de Carnaval a por chorizos y huevos y cuartos para vino y pan”. Al despedirse saludaban cantando: “No sé como despedirme para despedirme bien me despido de...” (decían el nombre de los amos de la casa) para que todo le vaya bien. Al llegar a una casa donde vivía una moza, esta les obsequiaba a los mozos con un rosco de pan, espolvoreado con azúcar. Dicha rosca la colocaban estos sobre un palo ahorquillado llamado “matasarda”. El mozo más joven llevaba un saco para el pan; otro, una cazuela para echar la manteca y el chorizo, y un tercero portaba una cesta para los huevos. El “mozo mayor” (el soltero de más edad) se hacía cargo del dinero.
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